Francisco Ortiz Pinchetti
03/08/2018 - 12:05 am
Bartlett: ¿y Chihuahua 86?
El mito de la “caída del sistema” ha desvirtuado totalmente lo ocurrido en las elecciones presidenciales de 1988 y ha permitido a Manuel Bartlett Díaz escabullirse cínicamente para evadir su evidente responsabilidad.
El mito de la “caída del sistema” ha desvirtuado totalmente lo ocurrido en las elecciones presidenciales de 1988 y ha permitido a Manuel Bartlett Díaz escabullirse cínicamente para evadir su evidente responsabilidad. Equivocadamente se considera a ese hecho como el instrumento central del presunto fraude electoral. En realidad se trató de una suspensión temporal y seguramente voluntaria del PREP, que no tiene nada que ver con la realización de acciones ilegales para alterar el resultado electoral.
Bartlett Díaz, entonces secretario de Gobernación y como tal presidente de la Comisión Federal Electoral, hace malabares verbales para no afirmar ni negar la consumación de un fraude a favor de Carlos Salinas de Gortari, como denunció la oposición encabezada por los candidatos Cuauhtémoc Cárdenas, Manuel J. Clouthier del Rincón y Rosario Ibarra de Piedra, pero luego atribuye semejante atraco a un supuesto pacto secreto entre el PRI y el PAN evidenciado en la quema de los paquetes electorales… casi cuatro años después.
En el colmo de la simulación, el recién designado como próximo director general de la Comisión Federal de Electricidad CFE), logró a través de los años transformarse en un demócrata consumado y un patriota nacionalista que defiende las mejores causas, lo que hoy es justificación para su cuestionado nombramiento. Convirtió la dichosa “caída del sistema” –frase atribuida por cierto a Diego Fernández de Ceballos– en una coartada.
Dos años antes, sin embargo, Bartlett Díaz fue protagonista central, ejecutor personal del fraude electoral más documentado en la historia de México, en los comicios estatales de Chihuahua en 1986. Es el primero y único caso en materia electoral que ha merecido una resolución contraria al gobierno mexicano de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Y de eso no puede escapar.
No hablo de oídas. Me tocó cubrir como reportero ese proceso electoral chihuahuense de manera ininterrumpida durante más de cuatro meses, para el semanario Proceso. Antes y después de los comicios de ese año pude documentar las maniobras urdidas desde la oficina del secretario de Gobernación para impedir a través del llamado “fraude patriótico” que el panista Francisco Barrio Terrazas se convirtiera en el primer gobernador de oposición en la historia. Una eventual victoria suya ponía en evidente peligro para el sistema la sucesión presidencial que ocurriría dos años más tarde, en 1988.
En vísperas de la jornada electoral del 6 de julio publiqué los pormenores del Plan Bartlett para detener al PAN en el estado más grande del país. A partir de las confidencia de un funcionario clave del gobierno estatal encabezado por el mandatario interino Saúl González Herrera, pude describir las maniobras preparadas por los estrategas de Gobernación para adulterar el resultado electoral. Serían aplicadas directamente, como ocurrió, por enviados del propio Bartlett Díaz, que habían desplazado del manejo de las elecciones a los operadores del gobierno estatal. Todo esto fue corroborado después por varios “chacales arrepentidos”, cuyos testimonios fueron también publicados en el semanario y algunos medios locales.
La manipulación del padrón electoral y la negativa de registro o la expulsión de los representantes de la oposición en las casillas fueron elementos claves. Constaté y documenté también toda la gama de fechorías a la que se recurrió durante el desarrollo de la votación, con datos, casos concretos, nombres y testimonios de los ciudadanos despojados.
Bartlett Díaz asumió personalmente la defensa de la “legitimidad” de esa elección. Uso todo su control sobre los medios. Y cuando 20 artistas e intelectuales (entre ellos Octavio Paz, Héctor Aguilar Camín, José Luis Cuevas, Enrique Krauze, Lorenzo Meyer, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y Gabriel Zaid) firmaron un célebre desplegado en el que “dadas las fundamentadas dudas” sobre esa legalidad, pidieron la anulación de los comicios chihuahuenses, el secretario de Gobernación se reunió con ellos en una cena para tratar de rebatir sus impugnaciones. Luego, insistente, intentó convencerlos por separado.
También maniobró a través del entonces delegado apostólico Jerónimo Prigione, su amigo, para que el Vaticano desautorizara la suspensión del culto acordada por los obispos de la entidad (Adalberto Almeida, de Chihuahua; Manuel Talamás, de Ciudad Juárez; y José Llaguno, de la Tarahumara), respaldados por sus sacerdotes, comunidades eclesiales de base y varias organizaciones sociales, como protesta por el fraude electoral.
El PAN recurrió a todas las instancias nacionales para exigir la anulación, sin resultados, y llevó luego el caso a la CIDH de la Organización de las Naciones Unidas (OEA), apoyado por amplia documentación, incluida la publicada por Proceso. Luego de tres años de investigación, la Comisión emitió su resolución 1/90, el 17 de mayo de 1990. Determinó, en un documento sin precedente para nuestro país, que “el gobierno mexicano no respetó los derechos políticos y electorales de los ciudadanos (…), al no existir recursos jurídicos internos efectivos que los amparen contra su posible violación”.
La CIDH calificó como “graves y trascendentes” las violaciones a los derechos políticos ocurridas en Chihuahua 86 (caso 9828) pues “se objetan los procedimientos legales dirigidos a modificar la legislación electoral para proporcionar mayor control al partido de Gobierno, diversos hechos durante la campaña electoral —empleo de fondos y otros recursos públicos; presiones para coartar la libertad de expresión; eliminación de personas de los padrones electorales; empadronamiento de personas inexistentes; creación y cancelación arbitraria de casillas electorales— y durante el acto eleccionario —relleno de urnas; apertura anticipada de casillas electorales; cambio de ubicación de casillas electorales; negativa a reconocer representantes de partidos de oposición; fuerte presencia de militares y policías el día de la elección…”
El gobierno mexicano nunca negó los cargos. A pesar de que nuestro país es miembro de la OEA y de que suscribió –y la Cámara de Senadores ratificó– la Convención Americana de Derechos Humanos, por lo que sus ordenamientos tienen rango constitucional, la Secretaría de Relaciones Exteriores se limitó a emitir, la noche de ese mismo 17 de mayo, un boletín de prensa en el que afirmaba que esa comisión “carece de competencia para emitir juicios sobre procesos electorales de un país determinado, por tratarse de actos que caen dentro del dominio reservado de cada Estado”.
Con esos antecedentes –además de las sospechas de su participación en el asesinato del periodista Manuel Buendía Tellezgirón en 1984, las amenazas a los directivos de Proceso y otros casos de represión a comunicadores— Andrés Manuel López Obrador ha decidido poner a la CFE en manos de Bartlett Díaz, lo que ha provocado un alud de críticas y elucubraciones. La opinión más sensata al respecto, sin embargo, la emitió la futura secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, ex ministra de la Suprema Corte de la Nación: “La responsabilidad del señor presidente es nombrar a su gabinete”, dijo. “Él sabe y tiene sus razones por las cuales ha nombrado a cada uno de nosotros en las diferentes posiciones”. Válgame.
@fopinchetti
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